martes, 18 de octubre de 2011

Bodas de oro de un desayuno con muchos quilates

Todo el mundo adoró a Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s... menos Truman Capote. “Los diamantes son los mejores amigos de la mujer”, decía Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias. Y quizá por eso, el autor de A sangre fría quería que fuera ella la Holly Golightly de la adaptación cinematográfica de una de sus novelas más famosas.

Sin embargo, algo había en esa novela que la hacía difícil trasladar al cine su contenido en un año como 1961. ¿Cómo convertir la acidez, el mercantilismo sexual y la frivolidad hiriente de Capote en un filme made in Hollywood? La respuesta: Audrey Hepburn, dulzura personificada e imposible de asociar a las mujeres de vida alegre.

Marilyn y Capote se decepcionaron. Ella quería demostrar, de una vez por todas, que su talento estaba al menos al mismo nivel que su sensualidad. Holly era el vehículo perfecto no para ocultar su físico ni su chabacanería, sino para nutrirlos de un mensaje mucho más profundo. Dotar de inteligencia a su frivolidad.

No fue posible porque Paramount no la quiso, aunque otras fuentes indican que fue Lee Strasberg, el famoso profesor de actores al que la actriz acudió en busca de prestigio, el que le desaconsejó interpretar a una chica de compañía. Sea como fuere, Monroe murió casi un año antes de que la película fuera estrenada.

Él se ponía de los nervios de pensar que su personaje rubio, proveniente de Texas, con tintes bisexuales y experiencias con el aborto y una vulgaridad de lo más desafiante, quedaba reconvertido por el aura virginal de una Hepburn que, para colmo, vestía nada menos que de Givenchy. Su desvinculación del proyecto fue tal que en el tráiler original nadie se dio cuenta de que en vez de “Truman Capote” ponía “Truman Capot”.

Acidez cambiada por dulzura
Pero qué tiempo tan feliz el del Hollywood dorado, porque Paramount es su conversión del afilado bisturí en cuchillo de mantequilla para no tener problemas ya no con la censura, consiguió la rendición sin atenuantes de un público todavía más vulnerable al escándalo con lo visual que con lo literario.

Cambiar a una provinciana que vende su cuerpo por una Cenicienta neoyorquina fue la apuesta de los productores. Audrey Hepburn venía de actualizar el cuento de Perrault en Roman Holidays. Y aunque inicialmente el realizador pensado era John Frankenheimer, director de mirada fría como el acero, finalmente el estudio impuso a Blake Edwards, experto en la comedia sofisticada, pero descafeinada.

Tras dulcificar lo bélico en Operation Petticoat, le tocaba aminorar la carga viperina que gastaba Capote. Además, por su dominio que tenía de lo musical, el futuro director de Days of Wine and Roses o The Pink Panther remató la faena con una canción tan memorable como almibarada: Moon River de Henry Mancini.

Moon River: la apuesta de Audrey
Tanto el tema como la banda sonora serían los únicos Oscar de la película, a pesar de que la canción a punto estuvo de ser cortada de la película si no fuera porque Hepburn —que también sería finalista a los premios de la academia— quería demostrar su valía musical y dijo: “Por encima de mi cadáver”. Años más tarde, se llevaría el disgusto definitivo cuando la doblaron en todas las canciones de My Fair Lady.

Y así, si sumamos las boquillas, los antifaces, la pamela, el gato, el croissant y las perlas, ese Breakfast at Tiffany’s pasaba de ser la comida más fuerte del día al estilo americano para ser un ligero tentempié en el que pasaban de puntillas el hecho de que ese joven escritor interpretado por George Peppard (el futuro Hannibal de A Team y que entró en la película tras la negativa de Steve McQueen) fuera mantenido por Patricia Neal o que Holly estuviera casada con un señor tan mayor como Buddy Ebsen. 

Por no hablar del último reto al espejismo: el exniño prodigio Mickey Rooney, en una de las decisiones de casting más insólitas de la época, interpretaba al vecino japonés que sufría los guateques de la casquivana protagonista.

Todos esos cambios, que fueron vistos con horror por Capote, no impidieron que la película se estrenara por todo lo alto en el Radio City Music Hall de Nueva York el 5 de octubre de 1961, que su cartel siga siendo un must de las habitaciones de cualquier adolescente y de que, al final y por caminos paralelos, las dos caras de Breakfast at Tiffany’s sean consideradas cumbres de la literatura ácida y del cine romántico.  

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